miércoles, 25 de marzo de 2009

Una cosa de cadáveres

Una amiga comentó en su blog lo curioso que le pareció durante un velorio al que tuvo que asistir, el que el fallecido pareciera más grande de lo que lo recordara. Aquello le sorprendió porque siempre había tenido la idea -supongo yo- de que uno al morir, de cierta manera encogía o se hacía más pequeño.

Me imagino que su asombro se debió a la idea (¿errónea?) que se tiene de que lo grande de cada individuo no es su cuerpo, sino lo que realmente nos define como personas, nuestra alma; y que una vez que aquello nos deja, el cuerpo retoma de alguna manera una forma más pequeña, más insignificante e inútil.

Yo le dije que la apariencia del tamaño mayor de un cadáver probablemente se deba a que un cuerpo una vez muerto pierde toda la rigidez y contracción de su musculatura por lo que yace más “relajado”, más ensanchado, inclusive más gordo o grande.

Pero también si lo pensamos de una manera lógica (con una pizca de filosofía para darle aliño) y lo vemos por el lado óptico, una caja aparenta ser más grande de lo que es hasta que le introduces un objeto, un regalo o un par de zapatos en su interior. ¿No ocurre lo mismo con el cuerpo? Cuando el cuerpo ya no cuenta con su alma o con lo que sea que es que lo hace único e incomparable, ¿acaso el “envoltorio” no parece ser más grande de lo que fue cuando tenía en su interior su alma?

Aquella es la explicación científica, física, racional, lógica o como lo quieran poner, pero abstractamente hablando, la percepción de que un cuerpo debiera encoger una vez muerto tiene sentido. Se podría tachar de idea romántica y poco sustentable, pero no por ello invalida o menos bonita como idea. Hay personas que podrían tachar la idea de la existencia de dioses también como romántica, absurda, inconcreta e inconsistente; sin embargo escogemos hacer oídos sordos a las teorías y pruebas que contradicen la existencia de un dios y decidimos creer en un Ser que jamás hemos visto sólo porque a fin de cuentas nos sirve, aunque sea un acto, idea o intención egoísta e interesada. Nos sirve y punto. ¿No es eso la fe?

Me fui por las ramas, lo sé, pero volviendo a lo que estaba diciendo de que un cuerpo inerte y cadáver debiera ser más pequeño y parecer más insignificante una vez que ha perdido su alma, o que por lo menos tengamos esa idea en la cabeza, me parece lo más normal del mundo, aunque las leyes de la física que habla de la materia y las masas en reposo o en movimiento nos demuestren lo contrario.

Ahora, si le seguimos buscando la quinta pata al gato, y decidimos aceptar sin más que un cuerpo se encoge al morir porque así lo queremos creer y ya, también otros podrían argumentar que ellos han decidido pensar en la obviedad de que un cuerpo parezca más grande al morir porque es una imagen enaltecida de lo que finalmente fue aquella persona en vida, con toda su grandeza, su bondad, su amabilidad, humildad, su don de amar a otros y bla, bla, bla… Porque admitámoslo: por más que una persona haya sido mala y horrenda en vida, una vez muerta, la gente no dirá otra cosa que no sean palabras que rescaten, resalten y destaquen el lado bueno de aquella persona fallecida, olvidando por completo su lado negativo. Esas personas verán en todo cadáver un ser más agrandado, y no se sorprenderán, como mi amiga, de encontrarlos así en el ataúd.

jueves, 12 de marzo de 2009

El Club de la Jaqueca

Dicen por ahí que el mundo se está quedando sin genios, Einstein murió, Beethoven se quedó sordo, y a mi me duele la cabeza.

Mis dolores de cabeza son crónicos y heredados. Por lo menos dos veces por semana me duele la cabeza. Yo creo que la gran razón por la que no suelo enfermarme o resfriarme o no sea alérgico o no acostumbre caer en cama con gripe o fiebre, se debe a que estoy constantemente medicándome con pastillas contra la jaqueca que me imagino también le dará la pelea a todo bicho, microbio, y cuanta cosa ataca al común de los mortales acá y en la quebrada del ají.

Lo único que sí me da con demasiada frecuencia y de la que a pesar de las pastillas jamás me he podido librar, son justamente los dolores de cabeza o jaquecas. No hay fórmula o molécula de ningún medicamento que me haya librado nunca de mi fiel compañero vitalicio.

Pero ya he aprendido a vivir con él. Apenas comienza a manifestarse un leve dolor, yo ya estoy lanzándome contra la caja de pastillas como un niño se lanza al suelo cuando la piñata finalmente ha roto.

Transplante de cabezas hechas a la medida y libres de dolores debieran existir se me preguntan a mi. Pero no existen y dudo que existan en algún futuro cercano, por lo que llegará un momento en que los que sufrimos de estos males comencemos a tomar piedras y recoger palos y vayamos a dar golpes por ahí contra todo. También cabe la posibilidad de que en vez de descargarnos contra otros, comencemos a practicar la automutilación o inflingirnos dolor por otros medios y por todas partes del cuerpo para así olvidarnos aunque sólo sea por un instante corto de otros dolores que no sea el típico y tradicional de la cabeza.

Cientos de personas destrozando cosas y descargándose contra todo lo que encuentre, poniendo las manos sobre la llama de las cocinas, atravesando ventanas o ventanales, martillándose los dedos, tatuándose cada centímetro del cuerpo, acostándose sobre alfileres y espinas, sujetando con las manos fuentes metálicas recién sacadas del horno, cortándose el brazo con una hoja de afeitar, poniendo la pierna frente al perro enfurecido del vecino, tirándose frente a los autos en movimiento, subiéndose a árboles de más de diez metros para bajar de un salto, bajando en patines y sin protección por el cerro Manquehue.

¿Vieron la película (o leyeron el libro) El Club de la Pelea? ¿Cuando comenzaron a aparecer personas todas moretoneadas, cortadas y magulladas por las esporádicas peleas que se formaban en cualquier lugar y momento? Esto sería algo parecido. Hombres y mujeres que ves en la luz roja, que ves llevando a sus hijos al jardín infantil, los que te sirven el almuerzo en los restoranes, los que reciben tu tarjeta de embarque antes de subir al avión, los recepcionistas de hoteles, los que te cortan el pelo, los que te entregan el sueldo en el banco, el notero del programa matinal, el conductor del bus, la enfermera que sostiene al recién nacido para que le corten el cordón umbilical, el guardaespaldas personal de la presidenta, el mismísimo Secretario General de la ONU, ¿el Dalai Lama? Todos golpeados y cortados para evadir la triste, torturada y jaquecosa realidad.

¿Y si los jaquecosos decidiéramos no destrozar, ni autoflagelarnos, sino ocupar nuestros adoloridos y retumbados cerebros en maquinar cosas que en nuestro sano juicio jamás se nos ocurriría cometer?

Pongamos como ejemplo el caso de David Oyarzún Bravo, de 30 años. Nunca sabremos si por jaqueca, locura o simple ignorancia este hombre irrumpió la semana pasada en la vivienda del poeta Premio Nacional de Literatura, Nicanor Parra, con la intención de robarla.

Pienso que las jaquecas cegaron y alteraron los cables de este hombre que llevado por un repentino impulso por hacer algo que lo hiciera olvidar el dolor, se encontró frente a una preciosa casa de maderas negras y piedra y decidió entrar en ella a la fuerza.

Maldito seas tú, despreciable ser humano que de haber podido robar la casa habrías pasado por alto muchos tesoros que aquella casa albergaba: libros, hojas sueltas, galardones, fotos, objetos y artefactos sin valor aparente, recortes de diarios, un par de sombreros de pesca, algún que otro bastón, y platos de cartón llenos de dibujos y garabateos.

¿Habrías podido ver, David, el verdadero valor de alguna primera edición de una obra literaria universal? ¿Te habrías llevado algo de las pertenencias de aquel anciano de casi cien años, que probablemente sean piezas de gran valor artístico, histórico y cultural para Chile?

Tu peor pecado ha sido la ignorancia, la incultura, la falta de recursos para saber que la casa en la que querías entrar a robar era la del antipoeta Don Nica, considerados por muchos como uno de los poetas vivos más trascendentales e importantes de todos los tiempos.

Pero David, te contaré un pequeño secreto, de haber sido yo cegado por el dolor de la jaqueca, y si lograra evitar ser sorprendido (no fue tu caso, gracias a dios), no dejaría de merodear por cada rincón de la casa. Probablemente no me llevaría nada, pero lo consideraría más como irrumpiendo en una casa-museo para sólo disfrutar, admirar y no tener a alguien detrás diciéndome “eso no se toca”, “por favor no entre ahí, eso no está abierto al público” o “por favor, apure el paso, estamos por cerrar”, como ocurre cuando visitas las casas de Neruda, por ejemplo.

Y hablando de museos, también iría a Madrid, visitaría el Museo del Prado y me las ingeniaría para salir con el cuadro “Dos Viejos Comiendo Sopa” o “La Romería de San Isidro” de la serie de Pinturas Negras de Goya (1819-1823).

Siempre me he sentido identificado de alguna manera con aquellos catorce cuadros expresionistas o “surrealistas” que Francisco de Goya pintó después de quedar sordo. Es básicamente como percibo el mundo y todo lo que me rodea cuando estoy bajo los efectos del dolor de cabeza. Seres deformados, casi derretidos, apaleados, desdentados, poseídos por algo que les ha quitado todo color brillante o alegre de encima y su alrededor. Es como ser transportado por obra de dolores alucinógenos a la Edad Media, topándome con personajes sufriendo de lepra, de la plaga, de tuberculosis, de hambruna absoluta. Donde la suciedad y lo putrefacto es el pan de cada día.

Pero me estoy extendiendo demasiado, quizás me esforcé más de la cuenta por concentrarme en cosas que me hicieran olvidar este dolor. Mejor me voy. Tengo cosas que romper y gente que golpear.