miércoles, 29 de julio de 2009

Desde las sombras

Hoy este blog cumple un año. Un año donde he dejado escrito todo tipo de cosas. Algunas interesantes, algunas menos, unas cosas estúpidas, otras no tanto.

Muchas personas me vienen insistiendo que ya tome el siguiente paso y envíe mis escritos a alguna otra parte, que los dé a conocer. Me dicen que no se pierde nada, que lo peor que puede pasar es que jamás me vayan a contratar en nada que tenga que ver con escribir o que no me los publiquen en ningún sitio.

Luego pensé que sería extraño eso, trabajar donde no tenga o tuviera que escribir. Nunca he hecho otra cosa que no fuera escribir, lo hiciera bien o mal.

Supe hace poco de la existencia de un chileno desconocido dentro del ámbito o círculo literario, que a pesar de escribir de forma personal como aficionado, jamás quiso publicar algo. Decidió pasar desapercibido, sin público, sin notoriedad, sin lectores de su obra. Una obra, al parecer magna y bastante extensa que recopilaron y publicaron sus propios hijos de forma póstuma, para rendirle a su padre un reconocimiento, un tributo, un gesto de cariño hacia su padre que tan en el anonimato pasó por el mundo impreso.

¿Qué nos frena, por qué no nos importa escribir desde las sombras, desde donde nadie nos lee, nadie nos critica, pasando desapercibidos no importa cuánto escribamos?
¿Será miedo? ¿Miedo al rechazo, a la mala crítica, a que nos hundamos en la baja autoestima? ¿Será un mecanismo de defensa, o porque simplemente no nos importa, no estamos interesados en destacar o ser una firma de renombre?

¿Será que tenemos miedo a lo que nos digan, o descubrir por nosotros mismos que no somos tan buenos como a veces llegamos a pensar? ¿Tenemos miedo de ser tildados de mediocres cuando en nuestras mentes nos creemos reyes, semidioses, terroristas de las letras?

Lo que sí, es que es una posición, una postura muy cómoda. Disparamos nuestras armas literarias, nuestra tinta negra, nuestras lenguas de fuego desde la oscuridad, sin consecuencias o repercusiones. Lanzamos nuestros puntos de vista como dardos ciegos sin un rumbo u objetivo determinado, sin esperar nada a cambio, sin respuesta.

Hace una semana le envié a un editor alguno de mis escritos. Le mandé material reciente, otro no tanto, supongo que habrá sido el más acorde o del que estoy algo más orgulloso. La sensación de que alguien fuera de las personas a las que les suelo mostrar mis escritos leyera algo mío, no fue del todo desagradable. Debo reconocer que experimenté un leve entusiasmo por el hecho de que alguien prácticamente ajeno a mí, con el que jamás había intercambiado más de una hora de dialogo, estuviera leyendo algo nunca antes visto por gente fuera de un reducido círculo de personas muy equis.

¿Entonces? ¿Qué somos? ¿Redactores con deseos ocultos de ser descubiertos y sacados del anonimato y hacia la luz pública, hacia la fama y obtener el justo reconocimiento que venimos mereciendo todos estos años de lucha contra el folio en blanco? Puede ser.

O puede que nada que ver, que estamos lejos de todo ello porque nos repugna la notoriedad que lo único que hace es corromper el verdadero significado de escribir y leer: el placer de hacerlo por el arte, por el ejercicio. Porque los que escribimos en las sombras sabemos que escribimos bien, no es autoconvencimiento, o delirios de grandeza; es un hecho. Y punto.
No sé. Puede que sí los necesitemos a ustedes los lectores, al final de cuentas son las reglas del juego: leer para escribir, escribir para ser leídos. A lo mejor ninguno de los dos.

Jamás pensé de mis escritos como algo al que les pudiera sacar provecho, que pudiera lucrar de ellos, hacerme una luca o dos. Nunca pensé que alguien pagaría por ellos para que otros pudieran deleitarse, asombrarse, espantarse, entretenerse con ellos y hacerse una opinión o tomara una cierta postura ante ellos.

De ellos, por ellos, con ellos, ante ellos. Esas, mis palabras, mi modo de juntar unas con otras como si estuviera tejiendo bufandas, todas de diferente color, costura y/o tamaño. Bufandas que pueden dejar mucho que desear, que pueden quedar bien con lo puesto hoy, que pueden ser desastrosas, quedar cortas, que pueden estrangular, picar, abrigar o resaltar.

Letras, palabras, frases y párrafos que parecen un puñado de patas de mosca, todas puestas una al lado de otras a modo de nada, simplemente porque sí, porque así lo he querido y así me han salido con toda la naturalidad del mundo… La jiringa contra esos reflejos involuntarios y espasmos repentinos de los músculos de mis dedos, que junto a mensajes cerebrales y suaves voces que escucho dentro de mi cabeza, han creado una patología, un mal necesario, una costumbre repugnante, en fin, un jardín de palabras o una bitácora esquizofrénica anormal para gente común y corriente como tú.

Y de eso hace un año, y mira dónde hemos ido a parar.

Desde las sombras y con mis pupilas ya gradualmente acostumbradas a ver en la oscuridad, les doy las gracias por estar ahí.

martes, 14 de julio de 2009

Apio verde tumí

Cumpleaños, cumpleaños y más cumpleaños, siempre cumpleaños.
Hoy vamos por las 31 Revoluciones (a propósito del Día de Francia).

Me produce escalofríos, me eriza los pelos y me encoge las pelotas. ¿Dónde cresta fueron a parar esos 31?

Hoy me declaro mañoso ante todo lo que me rodea y voy a decir sólo esto: Grasas. Muchas (des)gracias por los innumerables saludos y condolencias que he recibido en lo que va del día. Pero ya conozco sus intenciones, yo he estado del otro lado del teléfono y del abrazo, refregar en la cara, una y otra vez, la juventud que una vez fue, que ya no está y sólo recordamos como quien recuerda esos fantasiosos deseos de querer ser rockstar cuando mayor, o como mucho proxeneta estilo Harvey Keitel en Taxidriver.

No me miren así y dejen que les diga que sus palabras de aliento tienen tufo a muerto y me dejan un mal sabor de boca. A mí no me engañan, este viejo ha visto lo suyo ya a su edad y se las trae, así que ríanse, burlense todo lo que quieran, que no están en la flor de la juventud ustedes tampoco. Ya les siento esa leve fragancia a peste que emanan, impregnando el aire a remedio, a naftalina y a un desagradable hedor a carne en avanzado estado de descomposición.

Sí, aquí me tienen a regañadientes como un viejo de malas pulgas que sólo se las puede atribuir al perro de la casa que se la pasa sacundiéndose y rascándose el pelaje cada vez que me siento a comer. Y lo hace a propósito. El maldito animal espera a que me siente para regarme esas pulgas de mal humor. Pero hey, que al talporcual perro ese lo adoro y le tengo muchísimo cariño, que es más de lo que puedo decir de unos cuantos seres “humanos” que he tenido la (des)gracia de conocer.

Me voy a hacer ermitaño, me ire a vivir a la playa o a una isla para que no me tengan que ver ni un sólo pelo de la cabeza. Cabeza que, gracias a otro grupo de graciosillos, se me ha visto cubierta de canas. ¡Malos ratos me han hecho pasar todos estos años, que ahora, además, debo pagar con pelos blancos y canas verdes! No hay derecho, como dice una abuela mía. ¡Canas verdes, canas verdes! Para ir por la calle de guasón o bufón, con una mueca satánica o una sonrisa sarcástica dibujada eternamente sobre mi rostro. La tolerancia es enfermiza. Dios no tiene perdón de sí mismo. Ese viejo sí que tiene problemas. Ahí tienen a alguien a quien llamar, abrazar y wevear. Yo no soy ningún santo. Enciéndanle unas velas a él, que parece que las necesita más que yo.

jueves, 9 de julio de 2009

Regreso de la Generación Perdida

¿A nadie le ha llamado la atención el reciente fanatismo por todo lo vampiresco? Mi señora me dice -mientras interrumpe su lectura de la novela que trata de vampiros, Luna Nueva, el segundo de la saga de Stephenie Meyer que comenzó con Crepúsculo- que más que por ser de vampiros, ella se los está devorando por ser de fantasía. Que la transporta a un mundo irreal, de mágia, encanto, igual que aquellos creados en su momento por Tolkien, C.S. Lewis o Rowling.

Si no es por los personajes creados por Meyer y sus respectivas adaptaciones al cine, es por la serie de televisión de HBO, True Blood (no olvidemos la quizás más “adolescente”, Buffy, la Cazavampiros, que existe hace ya bastantes años), películas como Blade, Underworld, entre otras ya en auge. Ahora el cineasta Guillermo del Toro también ha aprovechado este boom para sacar su propia saga novelesca sobre vampiros, entre otros que han sacado a la luz (o más bien a la oscuridad) sus novelas, cuentos y largometrajes sobre estas criaturas ficticias que siempre han existido, sin embargo hoy se encuentran en la cúspide de su popularidad.

¿A qué se debe? ¿Por qué ahora? ¿Qué hay hoy que no existía cuando Nosferatu saltó a la gran pantalla en 1922 o cuando Bela Lugosi en 1931 interpretó por primera vez al conde Drácula? Aunque una cierta fascinación sí me acuerdo haber vivido con la Generación Perdida, The Lost Boys y que algunos aún recuerdan con nostalgia, como yo. Pero, ¿qué es? A lo mejor la juventud de hoy (porque es más bien una afición juvenil) venera a estos seres nocturnos no por su adicción a la sangre o su incompatibilidad con la luz del día, sino por algo que ver con aquella inmortalidad que estos seres poseen, que sea otro ejemplo del constante anhelo por alcanzar la vida eterna.

Patricio Jara, autor de Las Zapatillas de Drácula, lo explicó cuando se le preguntó por esta reciente vampiromanía en una entrevista: “Las generaciones más jóvenes viven en un mundo con otra clase de temores y, los vampiros, como personajes industrializados y muchas veces anclados a lo Pop, ya no asustan. Hoy son metáfora de la búsqueda de la inmortalidad y de la bendición o condena que eso significa”.

Será por ser un símbolo ahora Pop, que las tribus urbanas como los Emos, los Pokemón, los Dark o Góticos, han adoptado a los vampiros como algo que está “in”. Lo que antes nos asustaba ahora no hace sino entretenernos. Los cementerios son ahora lugares de encuentros nocturnos y turísticos, de ceremonias satánicas y vandálicas. Ciertas tribus se automutilan sus cuerpos para no sólo pertenecer a algo, sino para beber sangre y sentir un dolor que los devuelva a una vida a veces demasiado indiferente y sedada por todo lo que nos rodea.

Quizás los vampiros no son ficción, sino que siempre han estado aquí y quieran volver, más adaptados a la sociedad, más tolerantes a la luz, a los crucifijos y a los ajos, para recordarnos quiénes somos y por qué estamos aquí.

¿Qué ocurrió? ¿Quién los desterró definitivamente a este mundo para ser uno más entre nosotros, sacrificar su inmortalidad y sufrir, como todos sufrimos, por el irreversible deterioro de nuestros cuerpos? ¿Dónde están sus largos y afilados y hambrientos colmillos? ¿Cuándo sustituyeron la sangre por la bebida, el Pisco y el vino? ¿Por qué dejaron que el tiempo los convirtiera en leyenda, en cuentos y ficción?

No lo comprendería si no fuera porque también creo que es para volver, algún día, cuando menos lo esperemos, a reclamar ese sitio que tanto les pertenece, ahí, como uno de los peores males que el mundo jamás haya creado. Volverán para devolvernos el miedo, para seguir matando y sembrando el horror, como tantos otros sanguinarios de nuestra historia y nuestro presente, cuyas atrocidades repiten una y otra vez ante nuestra incrédula mirada. Y mientras algunos sufren la consecuencia de estos verdaderos chupa-sangres de la vida real, otros seguiremos viéndolo por la televisión, leyéndolo en los periódicos… O seguiremos prefiriendo leer sobre estas criaturas de la noche, estos vampiros, para ignorar y evadir, aunque sólo sea por un instante, el hecho de que hay peores personajes allá afuera y que perfectamente un día podrían venir por nosotros.

Probablemente estos que leen a Meyer o aquellos que imitan el estilo de vida de los vampiros, estén más preparados que yo cuando aquel día finalmente llegue.

“Quis hic locus? Quae regio, quae mundi plaga?”
-Séneca.

jueves, 2 de julio de 2009

El tiempo y la espera

Hoy cumplo 46 días cesante. 46 días encerrado en mi casa en mi pequeño estudio, leyendo diarios digitales, escribiendo mails atrasados a amistades olvidadas y enviando mi CV a todo sitio digital que tuviera la brillante idea de incoporar a su página web el botón o link “Trabaja con nosotros”, “Sé parte del equipo” u “Ofertas de empleo”.

46 días sin trabajo. No es mucho, dirán algunos, pero me creo bastante capacitado a estas alturas a conciderarme un experto en el arte de la espera. Sí, esperar es un arte que combina otras subcategorías de arte como son las denominadas paciencia, perseverancia, optimismo, motivación, voluntad, calma y otras por el estilo. Tengo una amiga que ya se refiere a mí como Flema, suponiendo que caigo dentro de la definición de la RAE que define flema como “calma excesiva, impasibilidad”, y no “mucosidad pegajosa que se arroja por la boca, procedente de las vías respiratorias”, que aparece como primera definición de dicha Academia.

Pero volviendo a lo del “arte de la espera”, encuentro que no se le da demasiado importancia a esta categoría, maestría, disciplina o rama. Por ejemplo, ¿por qué no tiene un museo propio? Cuántas cosas de valor artístico se habrán creado y que se pudieran catalogar bajo la rama de Arte de la Espera. No soy un gran conocedor de las artes y sus afinidades y/o movimientos y generaciones, pero ahí está la obra “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, por decir lo primero que se me viene a la mente. Dos hombres llamados Vladimir y Estragon que esperan eternamente y en vano junto a un camino a un tal Godot. Tendrá algo que ver también con los “relojes blandos” de La Persistencia de la Memoria de Salvador Dalí, no sé, pero sé que fue Nietzsche quien dijo que la ociosidad es el comienzo de toda psicología.

¿Por qué lo digo? Porque la ociosidad se suele asociar al tener demasiado tiempo libre, y cuando uno tiene mucho de esto uno espera a que algo o alguien le presente algo nuevo o que le rompa la (monotonía de la) espera. Supongo que tendría que diferenciar lo que es tiempo libre de lo que es la espera, reconociendo que el segundo lleva una cierta carga desesperante que no se la adhiero necesariamente a la primera. La espera es un momento o un lapso de tiempo indefinido donde supones que algo (lo quieras o no) va a suceder. Si estoy en una Sala de Espera, esperando ser llamado para ver a mi neuróloga, la (impaciente o como mucho, indiferente) espera produce tiempo libre que me lleva a sacar mi libro de mi bolso y comenzar a leer.

¿Acaso la espera no podría provocar la lectura sin tener que necesariamente atribuirlo a tiempo libre y por lo tanto no adjudicarle erroneamente una carga peyorativa? Supongo que sí. Supongo que trazar la línea donde la espera se diferencia del tiempo libre o dónde y por qué uno es más productivo o lleva un significado más negativo que el otro, es algo que tendré que seguir trabajando.

Mientras tanto espero y espero que llegue una respuesta a los cientos de “Correculos Vitae” que he enviado a los sitios más variopinto. Ya he recibido varias negativas y con ellas aumenta mi desesperación por encontrar algo, cualquier cosa que vuelque mi sensación de estar colgado como la fruta del naranjo que yace grande, erguido y a pecho inflado afuera de la ventana de mi estudio. Colgado como la más grande de las torturas, cuando la psicológica es a veces más dolorosa que la física, la coporal.

El tiempo transcurre de forma pausada, arrastrada y agobiante, mientras todo a tu alrededor sigue su cause natural, a veces demasiado deprisa. Tu tiempo es otro, es diferente al de los demás, es tuyo y de nadie más. Es tuyo para que leas, para que escribas cartas, entradas en tu blog o lo que sea con tal de seguir escribiendo, es tuyo para sentarte en un parque o contemplar la Fuente de Neptuno del Cerro Santa Lucía. Tu tiempo es celosamente tuyo y mientras una voz dentro de ti te recuerda que debes estar concentrado y motivado buscando un contrato, otra vocesita te pide que igual disfrutes de estos momentos que te has (o te han) hecho a un lado de ese gran torbellino laboral.

¿Hasta cuándo? Hasta que el tiempo lo diga. Habrá que seguir esperando hasta entonces. Ya llegará el momento en que te tenga que reincorporar al mundo laboral y no haya más lecturas o palabras escritas junto a la ventana, cerca del naranjo, testigo mudo de tus días de ocio y permamente preocupación por un futuro que a veces parece sombrío, como la opacidad que proyecta aquel enmarañado árbol sobre el patio trasero de tu casa, y que algún día, te repites a ti mismo, tendrá que dejar entrar la luz.