Distinguido señor X
¿Cómo está? ¿Cómo está el trabajo, la familia?
Sé que no le he escrito hace un tiempo, pero como comprenderá, la vida de cesante no es sinónimo de vaguedad y uno se encuentra haciendo mil y una cosas a lo largo del día que te mantienen ocupado las 24 horas del día, los 7 días de la semana, o el mes y ocho días que llevo sin curro, como le dicen al trabajo los españoles.
En el caso del aquí presente (no el español, sino la persona), el otro día apoveché que (todavía) tenía isapre para hacerme todo tipo de chequeos médicos que creo que no me hacía desde los tiempos de la Perestroika y las campañas del Sí y el No. Todo, por fortuna, salió reluciente, esto a pesar de que fui fumador empedernido por más de 10 años, no he vuelto a hacer ejercicio de verdad desde que salí del colegio, y me he dedicado desde entonces a darme lo que se dice, la buena vida.
Pero con aquellos resultados nadie podrá sacarme en cara los excesos que me he permito y me sigo permitiendo, pensé, no señor, estoy como un yogurt. Pero luego caí en cuenta que todo yogurt tiene fecha de expiración, así que volví donde la enfermera, esta vez con una muestra de calendario en la mano, para ver si me podía señalar el día exacto en que me iban a tener que botar a la basura.
También estuve muy ocupado haciendo todo tipo de gestiones y escribiendo papeles de todo tipo, para obtener (recién) la oportunidad a una entrevista a un puesto de trabajo muy tentador y beneficioso, que por razones de superstición o simple estupidez prefiero no revelar más en detalles, por lo menos hasta que me den el puesto o un sonoro portazo en la jeta. Encontré el aviso en el diario El Mercurio, en el apartado E del domingo 17 de mayo en la página número… Pero bueno, qué hago aburriéndolo con eso, detalles.
Finalmente ayer me recibieron los encargados para concederme una entrevista y ver más en profundidad mis aptitudes, mis conocimientos, experiencias y poco menos que conocer mi animal y color favorito. Hay cada cosa... Debo reconocer que salí triunfante de aquel lugar, seguro y confiado de mí mismo; pero no tardé mucho en dejar atrás mis emociones triunfalistas para que dieran lugar a una sensación de mínima cautela ante la posibilidad de que finalmente pudieran optar por darle el puesto a alguien más encachado, más pintoso, a algún pariente lejano al que le pudieran deber un favor, a alguien con pituto, conexiones, a alguien con una increíble minifalda y un buen escote que dejara entrever un prominente par de monumentales tetas, que por razones obvias, no son cualidades que poseo o por las que pudiera presumir.
Deje que le cuente que tampoco me estaba gustando mucho la idea que quizás tuviera que vestirme de traje para el trabajo. Hasta ahora he podido zafarme de mi incomodidad por la chaqueta y corbata, pero siento que mis días “casual” o informales podrían estar llegando a su fin. Todo esto le parecerá a usted absurdo y exagerado, pero debo admitirle que a pesar de que reconozco que los trajes me suelen quedar bien y me aportan un aire sofisticado y de cierta elegancia, no puedo dejar de sentir un leve escalofrío cuando observo el traje y corbata en otros, y pienso que jamás podría sentirme a gusto de verdad con los zapatos bien lustrados y una pintoresca corbata atada al cuello. Me sentiría en la piel de otro, incómodo e imposibilitado a defender la persona que realmente soy.
Lo sé, puede que el miércoles de la próxima semana tenga que estar comiéndome estas palabras y aceptando el hecho de que esto es lo que me ha tocado hacer ahora, estar con el botón de la camisa abrochada hasta arriba. Mecachisenlamar, podría decir un español, o hasta me cago en la puta madre que me parió.
Pero que la cosa está difícil para encontrar trabajo, la cosa está difícil. Pero bueno, allí yace el orgullo del cazador cuando por fin logra obtener su esperada y preciada presa. Y aunque me considero un ser bastante pacífico, amante de los animales y que jamás pondría una cabeza de jabalí en la pared de su estudio, debo reconocer que a estas alturas del largo y arduo safari laboral he visto incrementado mi gusto por la sangre y ya espero con ansias un trofeo. No hablo de elefantes africanos o ballenas blancas si es por eso, sino un venado por aquí o una tigre de Bengala por allá no sería para nada despreciable y me vendría de lo más bien. Que ya está bueno ya, joder, dirían los españoles.
Y deje que me vaya despidiendo de usted comentándole que me he acordado mucho de usted estos últimos días, ya que me he topado con varios ejemplares de su libro XXX en mis entrañables caminatas por librerías de Providencia. Estoy que un día de estos digo por ahí, yo a ese tal X lo conozco, sí señor, y déjenme que les diga que su foto no le hace justicia. ¡De qué se rien, hijueputas! Como si usted fuera tan alto señor... y le informo que su propia pinta deja bastante que desear. ¡¿Qué ha publicado usted que tanto se ríe de la desafortunada fotografía de mi amigo X en la solapa de su libro?! Habrase visto semejante grupo de sanguijuelas... ¡Malditos sudacas! gritarían los españoles.
Bueno, viejo amigo, será hasta la próxima.
Espero que esta carta lo encuentre bien y a punto de publicar nuevamente.
Saludos a la family y un abrazo para usted.
Y que le den por culo, sería como se despediría de usted un español.
Trinquete.
miércoles, 24 de junio de 2009
lunes, 8 de junio de 2009
Algo así como los apuntes de un agorafóbico
Nada como el crujir de unos Doritos sabor queso en la boca de una ya de por sí desagradable joven obesa para romper el silencio de una biblioteca que desafortunadamente permite el consumo de alimentos y bebidas.
“No se trata de escribir para los demás sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás, tan elementary, my dear Watson, que hasta da desconfianza…”. A esta mujer de uñas pintadas de verde Hulk le iría mejor si depositara cuidadosa y silenciosamente el Dorito entre su lengua y paladar para que éste se fuera resblandeciendo con saliva y así impedir que el nacho emitiera el sonido crujiente que ya ha comenzado a distraer e irritar a los aquí presentes.
Pero no, la gordita engulle sus Doritos con un entusiasmo vomitivo. Por qué no puede ser como la joven y atractiva universitaria que un poco más allá degusta de su apetitoso Berlín con crema pastelera y cara de sí lo sé y lo siento. No, la gorda de uñas verdes en vano intenta comer silenciosamente sus nachos de queso, y yo mientras tanto me esfuerzo por seguir con Un tal Lucas.
“… que llevó el amor de lo artificial hasta la noción misma de paraíso.” Ahora la fockin gorda de uñas verde Hulk ha esturnudado e interrumpido nuevamente mi lectura. No es hasta entonces que me percato que la comedoritos tiene un aspecto bastante enfermizo. Con sus dedos manchados con restos de polvo-queso saca un pañuelo de su mochila y detiene con él un involuntario moqueo que la ha atacado repentinamente. Comienzo a pensar en lo peor: la gripe porcina. Desde que estoy cesante no salgo mucho de casa, con el único consuelo de que al menos no me expongo al contagio del AH1N1 y me encuentro a salvo de esta influenza que ya ha afectado a más de trecientas persons en Chile.
Pero siempre están aquellas personas que vienen de afuera, que podrían ser posibles portadores del virus y podrían pasarse por la jarra mi plan de cuarentena personal. ¡Mi señora! Atento y en alerta ando por las tardes por si apareciera algún síntoma que mi señora pudiera estar acarreando cuando ya ha vuelto a casa después de un arduo día en la oficina. Ella no se percata, pero siempre estoy observando cuatelosamente todos sus movimientos y comportamientos. Al primer estornudo o sospecha de fiebre que haga acto de presencia yo la agarro de un ala y parto con ella a Urgencias.
“Todo gato es un teléfono pero todo hombre es un pobre hombre.” La gordiz pareciera estar empeorando. Se quita el pañuelo de su nariz dejando ver que toda la sangre se le ha subido a la cabeza y sus cachetes mofletudos están colorados de enfermedad. Es la gripe porcina. Lo sé, ya me sudan las palmas de las manos y siento la cabeza hirviendo. Sabía que tendría que haberme quedado en casa. Ahora estoy infectado, me tiemblan las manos y me tiritan las piernas, ¿estoy sudando frío? Alguien debería encerrarnos a todos aquí dentro, rodearlo todo con dinamita y volar la biblioteca por los aires, así impedir que otros corran la misma suerte que nosotros.
Maldita comedoritos, fuente de infección, nos has condenado a todos y convertido esta tan tranquila biblioteca en nuestro sarcófago, en nuestra fosa común. Pienso en mi señora, pienso en mis pobres hijos… Bueno, es verdad, no tengo hijos, pero podría tenerlos y ahora estar lamentando que crecieran sin su padre. Pienso en La Peste de Camus, en el lento y doloroso porvenir, pienso en empujarle a esa gorda ballena el paquete entero de Doritos sabor queso bajo su garganta para que se asfixie con ellos, su rostro azul, su lengua asomada por la comisura de sus labios, los ojos a un segundo de reventar.
El aire se ha puesto más denso, me duele la cabeza, o eso creo, “Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidad variable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita está separada de mí por una cantidad considerable de años caracol”. El ambiente está irrespirable. Con pulso tembloroso busco mi celular y comienzo a discar el teléfono de mi centro de salud. Pido una hora para exámenes de sangre, de orina, y aprovecho para pedir una radiografía de tórax. Verán, tuve que pasar junto a muchos árboles para llegar a esta biblioteca y estamos en otoño. ¿No escucharon hablar de Artyom Sidorkin, el ruso al que le encontraron una rama de abeto de cinco centímetros creciéndole en su pulmón? Malditos árboles, no hay espacio ya para los árboles en esta ciudad. Habría que talar unos cuantos. Yo no quiero estar tosiendo sangre por culpa de un brote de qué sé yo qué árbol que decidió crecer en mi pulmón.
La gorda de los Doritos se ha levantado y se ha ido hacia el baño limpiándose los mocos de la naríz. Me siento más tranquilo, me acomodo en mi lugar. Recobro el aliento y finalmente retomo mi lectura. “Now shut up, you distasteful Adbekunkus”, mañana vuelves al centro médico, donde ya todos te conocen por tu nombre, y después de eso reposo, reposo y cuarentena absoluta. Nada de aire fresco ni qué mierda. El aire aquí mata.
“No se trata de escribir para los demás sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás, tan elementary, my dear Watson, que hasta da desconfianza…”. A esta mujer de uñas pintadas de verde Hulk le iría mejor si depositara cuidadosa y silenciosamente el Dorito entre su lengua y paladar para que éste se fuera resblandeciendo con saliva y así impedir que el nacho emitiera el sonido crujiente que ya ha comenzado a distraer e irritar a los aquí presentes.
Pero no, la gordita engulle sus Doritos con un entusiasmo vomitivo. Por qué no puede ser como la joven y atractiva universitaria que un poco más allá degusta de su apetitoso Berlín con crema pastelera y cara de sí lo sé y lo siento. No, la gorda de uñas verdes en vano intenta comer silenciosamente sus nachos de queso, y yo mientras tanto me esfuerzo por seguir con Un tal Lucas.
“… que llevó el amor de lo artificial hasta la noción misma de paraíso.” Ahora la fockin gorda de uñas verde Hulk ha esturnudado e interrumpido nuevamente mi lectura. No es hasta entonces que me percato que la comedoritos tiene un aspecto bastante enfermizo. Con sus dedos manchados con restos de polvo-queso saca un pañuelo de su mochila y detiene con él un involuntario moqueo que la ha atacado repentinamente. Comienzo a pensar en lo peor: la gripe porcina. Desde que estoy cesante no salgo mucho de casa, con el único consuelo de que al menos no me expongo al contagio del AH1N1 y me encuentro a salvo de esta influenza que ya ha afectado a más de trecientas persons en Chile.
Pero siempre están aquellas personas que vienen de afuera, que podrían ser posibles portadores del virus y podrían pasarse por la jarra mi plan de cuarentena personal. ¡Mi señora! Atento y en alerta ando por las tardes por si apareciera algún síntoma que mi señora pudiera estar acarreando cuando ya ha vuelto a casa después de un arduo día en la oficina. Ella no se percata, pero siempre estoy observando cuatelosamente todos sus movimientos y comportamientos. Al primer estornudo o sospecha de fiebre que haga acto de presencia yo la agarro de un ala y parto con ella a Urgencias.
“Todo gato es un teléfono pero todo hombre es un pobre hombre.” La gordiz pareciera estar empeorando. Se quita el pañuelo de su nariz dejando ver que toda la sangre se le ha subido a la cabeza y sus cachetes mofletudos están colorados de enfermedad. Es la gripe porcina. Lo sé, ya me sudan las palmas de las manos y siento la cabeza hirviendo. Sabía que tendría que haberme quedado en casa. Ahora estoy infectado, me tiemblan las manos y me tiritan las piernas, ¿estoy sudando frío? Alguien debería encerrarnos a todos aquí dentro, rodearlo todo con dinamita y volar la biblioteca por los aires, así impedir que otros corran la misma suerte que nosotros.
Maldita comedoritos, fuente de infección, nos has condenado a todos y convertido esta tan tranquila biblioteca en nuestro sarcófago, en nuestra fosa común. Pienso en mi señora, pienso en mis pobres hijos… Bueno, es verdad, no tengo hijos, pero podría tenerlos y ahora estar lamentando que crecieran sin su padre. Pienso en La Peste de Camus, en el lento y doloroso porvenir, pienso en empujarle a esa gorda ballena el paquete entero de Doritos sabor queso bajo su garganta para que se asfixie con ellos, su rostro azul, su lengua asomada por la comisura de sus labios, los ojos a un segundo de reventar.
El aire se ha puesto más denso, me duele la cabeza, o eso creo, “Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidad variable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita está separada de mí por una cantidad considerable de años caracol”. El ambiente está irrespirable. Con pulso tembloroso busco mi celular y comienzo a discar el teléfono de mi centro de salud. Pido una hora para exámenes de sangre, de orina, y aprovecho para pedir una radiografía de tórax. Verán, tuve que pasar junto a muchos árboles para llegar a esta biblioteca y estamos en otoño. ¿No escucharon hablar de Artyom Sidorkin, el ruso al que le encontraron una rama de abeto de cinco centímetros creciéndole en su pulmón? Malditos árboles, no hay espacio ya para los árboles en esta ciudad. Habría que talar unos cuantos. Yo no quiero estar tosiendo sangre por culpa de un brote de qué sé yo qué árbol que decidió crecer en mi pulmón.
La gorda de los Doritos se ha levantado y se ha ido hacia el baño limpiándose los mocos de la naríz. Me siento más tranquilo, me acomodo en mi lugar. Recobro el aliento y finalmente retomo mi lectura. “Now shut up, you distasteful Adbekunkus”, mañana vuelves al centro médico, donde ya todos te conocen por tu nombre, y después de eso reposo, reposo y cuarentena absoluta. Nada de aire fresco ni qué mierda. El aire aquí mata.
lunes, 25 de mayo de 2009
El canto/lamento/relato del cesante
Ahora se armó la grande, señoras y señores no me lo van a poder negar, me he quedado cesante por supuesta reducción de personal. Ahora me dedico a buscar pega, mientras la gripe porcina intento esquivar. Ahora s'il vous plaît no se me pongan a llorar, que esto no es una tragedia, es un ligero traspié, un oops, cambio de plan. Ahora el tiempo hace de lo suyo, se burla, me invita a vagar. Ahora mientras el mundo gana plata, mi ahorro monetario se vacía, dejando harto que desear. Ahora lo importante no es entrar en pánico, hay que mantener la calma y respirar. Ahora con esto de las vacas flacas, mejor hacerse vegetariano y una bota en caldo cocinar. Ahora el frío es un amigo, la hoja de ofertas de empleo un familiar. Ahora la casa es una sala de espera, las gotas de lluvia quieren entrar a jugar. Ahora me duele la espalda de tanto estar sentado, hasta que llegue el día obligado a salir a mendigar. Ahora hago la cola del banco, para el pasaporte y para el pan, y cuando no, me la paso aquí dentro, moviendo la cola del perro, escuchándolo ladrar. Ahora el otoño bota alfombras de hojas muertas, las mismas hojas que ahora rayo y dentro de libros he comenzado a resguardar. Ahora la casa se abriga de silencio, es una manta que a ratos comienza a incomodar. Ahora la compañía está ausente y la conversación es un testarudo que se niega a hablar. Ahora extraño la oficina, el horario de mierda, ¡la anorexia salarial! Ahora es cuando ustedes llaman a los especialistas, pero disculpen aquí no hay teléfono, ahí está mi celular. Ahora no escucho lluvia, no hago colas, no barro hojas del plátano oriental. Ahora me supongo en un loquero, lo digo por las enfermeras, los barrotes y las largas mangas de chaqueta que no me puedo desamarrar. Ahora no me vengan con que son cosas de crisis, económica o mental; la cosa viene fea hace rato, a alguien le tenía que tocar. Ahora tengo visitas conyugales, recibo cartas y candidato presidencial, cuando lo único que ando buscando es un contrato de trabajo donde me digan por favor aquí firmar.
lunes, 18 de mayo de 2009
Recuerdos de una vereda
Soy de la opinión de que te conocí demasiado tarde en mi vida, y ahora te has ido de este mundo.
Recuerdo que lo primero que conocí de ti fueron tus poemas, y llegaron a mi en forma de folios sueltos, desparramados y traviesos sobre la vereda, camino hacia mi casa. Alguien los había tirado al viento para que yo los encontrara y me maravillara de aquel día en adelante con tus novelas, tu poesía, tus relatos y cuentos cortos.
Compatriota, viejito tierno, todavía recuerdo el día que te encontré vagando entre los libros de una librebría madrileña. ¡Cómo no reconocerte! Cómo será que paré en seco y mi corazón comenzó a galopar de emoción. Por alguna razón no te quise interrumpir. Por alguna razón sigo pensando que hice lo correcto.
Por alguna razón ya el amor no tendrá el mismo significado, el mismo palpitar. Por alguna razón la tregua ahora te devuelve a la vida, el silencio que dejas será difícil de explicar, maestro de mi camino.
Universal en tantísimos sentidos, fuiste profesor del amor y enemigo de la soledad. Feliz y optimista como ningún uruguayo, alegre hasta que se fue tu Luz.
Desde aquel día que encontré fotocopias de tu obra junto a la calle, fui de la opinión que las cosas que realmente importan se deben decir de la manera más simple y clara posible, y que son aquellas palabras las que suelen calar más hondo, las que se recuerdan con más facilidad, las que llegan a más personas.
Y ahora nos hemos quedado a merced de tantas adversidades. Las oficinas no tienen quién las retrate. Una voz como la de nadie ha decidido callar y nos hemos quedado con los recuerdos no sólo de un gran escritor y grandioso poeta, sino con la ausencia de un verdadero ser-humano que supo poner en palabras simples para que todos pudieramos deleitarnos con ellas, lo que significaba ser parte de este entrañable mundo que es la vida misma.
Adiós montevideano, y gracias por tu luz y tus lecciones de vida, por tu palabra y tu sencillez, por tu insaciable búsqueda por las palabras siempre humildes y exactas, por tu autenticidad y la admiración que provocabas, por tu idioma y tus versos, por tus ganas y tu oficio, por tu vocabulario positivo y tu franqueza, gracias Benedetti por llegar al interior de todos tus lectores que dejas atrás y con esos sentimientos encontrados por esta tu partida.
Recuerdo que lo primero que conocí de ti fueron tus poemas, y llegaron a mi en forma de folios sueltos, desparramados y traviesos sobre la vereda, camino hacia mi casa. Alguien los había tirado al viento para que yo los encontrara y me maravillara de aquel día en adelante con tus novelas, tu poesía, tus relatos y cuentos cortos.
Compatriota, viejito tierno, todavía recuerdo el día que te encontré vagando entre los libros de una librebría madrileña. ¡Cómo no reconocerte! Cómo será que paré en seco y mi corazón comenzó a galopar de emoción. Por alguna razón no te quise interrumpir. Por alguna razón sigo pensando que hice lo correcto.
Por alguna razón ya el amor no tendrá el mismo significado, el mismo palpitar. Por alguna razón la tregua ahora te devuelve a la vida, el silencio que dejas será difícil de explicar, maestro de mi camino.
Universal en tantísimos sentidos, fuiste profesor del amor y enemigo de la soledad. Feliz y optimista como ningún uruguayo, alegre hasta que se fue tu Luz.
Desde aquel día que encontré fotocopias de tu obra junto a la calle, fui de la opinión que las cosas que realmente importan se deben decir de la manera más simple y clara posible, y que son aquellas palabras las que suelen calar más hondo, las que se recuerdan con más facilidad, las que llegan a más personas.
Y ahora nos hemos quedado a merced de tantas adversidades. Las oficinas no tienen quién las retrate. Una voz como la de nadie ha decidido callar y nos hemos quedado con los recuerdos no sólo de un gran escritor y grandioso poeta, sino con la ausencia de un verdadero ser-humano que supo poner en palabras simples para que todos pudieramos deleitarnos con ellas, lo que significaba ser parte de este entrañable mundo que es la vida misma.
Adiós montevideano, y gracias por tu luz y tus lecciones de vida, por tu palabra y tu sencillez, por tu insaciable búsqueda por las palabras siempre humildes y exactas, por tu autenticidad y la admiración que provocabas, por tu idioma y tus versos, por tus ganas y tu oficio, por tu vocabulario positivo y tu franqueza, gracias Benedetti por llegar al interior de todos tus lectores que dejas atrás y con esos sentimientos encontrados por esta tu partida.
jueves, 30 de abril de 2009
El plato frío
I
Así que esto es la nada, un estado narcoléptico y donde todo te importe una mierda. Un sitio donde no hay nada que hacer y no querer hacer nada de todas formas. Ver una blanca pantalla Word y no tener ni idea de qué escribir, cuando se tiene todo el tiempo del mundo. Escribir un cuento corto, una novela, inventar un chiste, “planear un asesinato o comenzar una religión” como dijo Jim Morrison una vez. Sin embargo no haces nada. Comienzas a sentir la “Náusea” de Sastre, algo que podría llevar a una situación estilo “Crimen y Castigo” de Dostoievsky, o “El Extranjero” de Camus: matar a alguien por la nada, gratuitamente, por ninguna razón en particular. Sólo porque quieres, porque puedes.
Sufriendo de la náusea, de indiferencia, flojera, puede ser peligroso si no se respira bien, si no te relajas, si no lo piensas dos veces, si lo dejas dominar tus pensamientos, si te hace escuchar voces que no existen. No estaría tan mal, si no fuera por el hecho de que esas voces siempre te están ordenando matar a alguien, como suele suceder en mucho de estos casos. A lo mejor todo asesino indiscriminado, esos que aparecen en la portada de periódicos, han escuchado una voz en algún momento de sus vidas, pidiéndoles hacer esto o lo otro.
¿Y si le pusiéramos término a este tan peligroso estado? Tendríamos que trabajar. Fin de la historia. Comenzar por escribir lo primero que se nos viene a la cabeza, algo como “Así que esto es la nada…” Hay que comenzar de alguna forma y reconocer tu problema es tener la mitad del camino recorrido… o eso dicen.
Ahí lo tienen, escribir como un método de escape de uno de los miedos más grandes del hombre: sufrir de un perturbador estado esquizofrénico. Es lo que probablemente estaba pensando el Movimiento Dadá cuando inventaron la escritura automática. Miren en qué terminaron ellos.
¿Y si dejáramos de escribir? ¿Dejar que la naturaleza siguiera su curso, ir a la cocina, tomar un cuchillo y matar a la primera persona que se nos viene a la mente? No es muy difícil, aunque no sea la primera persona en la que piense, pero la primera persona en merecer un cuchillazo. Además encuentro difícil de que alguien me detuviera en el camino, al contrario, esperarían la primera estocada, la mía, para ponerse en fila y seguir mi ejemplo. Cuando hayamos terminado, el desgraciado tendría que ser identificado por su historial dental. Y eso si somos lo suficientemente decentes para dejar siquiera un diente.
Yo sería de la opinión de atar al hombre a una roca y enviarlo a las oscuras y gélidas profundidades de cualquiera de las aguas que se les pudiera ocurrir. Agua es agradable, tranquiliza, no es como si eso lo fuera a ayudar una vez terminado con él. Me ayudará a mi sí. Me ayudaría a recuperar mi sanidad y volver a ese sitio donde todos nos sentamos, trabajamos, y retenemos nuestras ganas de matar. ¿Crees que puedes con ello?
II
En la película de Woody Allen de 1986, Hannah y sus hermanas, Frederick, el personaje de Michael Caine, suelta una gran frase en una escena donde su señora acaba de entrar por la puerta de su casa:
-Te acabas de perder un programa de televisión muy aburrido sobre Auschwitz. Más escenas grotescas, y más intelectuales confundidos declarando su mistificación sobre el asesinato sistemático de millones. La razón por la cual nunca pueden contestar la pregunta “¿Cómo pudo haber sucedido?” es que es la pregunta equivocada. Dado lo que es la gente, la pregunta debiera ser “¿Cómo es que no sucede más a menudo?”
Lo cierto es que todos los días basta leer el diario, escuchar la radio, ver los noticieros o mirar por encima de los periódicos digitales para asombrarse de las diversas maneras en que nos seguimos matando entre nosotros o destruyendo aquello que nos rodea.
Sucede a menudo, sucede todos los días, sean millones de vidas entre Hutus y Tutsis, sean 13 en una universidad de Azerbaiyán, cinco que inocentemente miraban el desfile de la familia real holandesa, o un solitario ladrón que decidió dispararle a su víctima después de robarle su mochila estudiantil.
¿Por qué esa necesidad del ser humano de matar a otros, de destruir todo lo que es, todo lo que construye, todo lo bello, todo aquello que lo define, todo aquello que es diferente a él, todo lo que desea poseer, para probar un punto o hacer llegar un mensaje?
¿Simple naturaleza o desequilibrio mental?
Ay, esa delgada línea roja, ese impulso de querer mandar a personas al más allá. Y qué ocurre cuando no es el ser humano, sino el reino animal o la misma naturaleza la que nos aniquila…
Si Orwell pudiera ver ahora cómo los chanchitos, como su Napoleón y Bola de Nieve, han creado la verdadera Rebelión en la Granja mundial. Han dejado atrás, ignorado, maniatado en un sótano a los que inspiraban simpatía entre los humanos, como Porky, o esos tres cerditos que se refugiaron del lobo feroz en la casa de ladrillos; y crearon la Influenzavirus AH1N1 y la Listeriosis en respuesta y represalia a la masacre de cientos de miles de los suyos durante siglos, y después de conspirar de forma maquiavélica entre las sombras de los criaderos y mataderos. La venganza es un plato que se sirve mejor frío.
III
Me hago eco de las palabras del personaje de Shakespeare llamado Gloucester, de la obra Ricardo III, para gritar: “¡Ahora es el invierno de nuestro descontento!”
Así que esto es la nada, un estado narcoléptico y donde todo te importe una mierda. Un sitio donde no hay nada que hacer y no querer hacer nada de todas formas. Ver una blanca pantalla Word y no tener ni idea de qué escribir, cuando se tiene todo el tiempo del mundo. Escribir un cuento corto, una novela, inventar un chiste, “planear un asesinato o comenzar una religión” como dijo Jim Morrison una vez. Sin embargo no haces nada. Comienzas a sentir la “Náusea” de Sastre, algo que podría llevar a una situación estilo “Crimen y Castigo” de Dostoievsky, o “El Extranjero” de Camus: matar a alguien por la nada, gratuitamente, por ninguna razón en particular. Sólo porque quieres, porque puedes.
Sufriendo de la náusea, de indiferencia, flojera, puede ser peligroso si no se respira bien, si no te relajas, si no lo piensas dos veces, si lo dejas dominar tus pensamientos, si te hace escuchar voces que no existen. No estaría tan mal, si no fuera por el hecho de que esas voces siempre te están ordenando matar a alguien, como suele suceder en mucho de estos casos. A lo mejor todo asesino indiscriminado, esos que aparecen en la portada de periódicos, han escuchado una voz en algún momento de sus vidas, pidiéndoles hacer esto o lo otro.
¿Y si le pusiéramos término a este tan peligroso estado? Tendríamos que trabajar. Fin de la historia. Comenzar por escribir lo primero que se nos viene a la cabeza, algo como “Así que esto es la nada…” Hay que comenzar de alguna forma y reconocer tu problema es tener la mitad del camino recorrido… o eso dicen.
Ahí lo tienen, escribir como un método de escape de uno de los miedos más grandes del hombre: sufrir de un perturbador estado esquizofrénico. Es lo que probablemente estaba pensando el Movimiento Dadá cuando inventaron la escritura automática. Miren en qué terminaron ellos.
¿Y si dejáramos de escribir? ¿Dejar que la naturaleza siguiera su curso, ir a la cocina, tomar un cuchillo y matar a la primera persona que se nos viene a la mente? No es muy difícil, aunque no sea la primera persona en la que piense, pero la primera persona en merecer un cuchillazo. Además encuentro difícil de que alguien me detuviera en el camino, al contrario, esperarían la primera estocada, la mía, para ponerse en fila y seguir mi ejemplo. Cuando hayamos terminado, el desgraciado tendría que ser identificado por su historial dental. Y eso si somos lo suficientemente decentes para dejar siquiera un diente.
Yo sería de la opinión de atar al hombre a una roca y enviarlo a las oscuras y gélidas profundidades de cualquiera de las aguas que se les pudiera ocurrir. Agua es agradable, tranquiliza, no es como si eso lo fuera a ayudar una vez terminado con él. Me ayudará a mi sí. Me ayudaría a recuperar mi sanidad y volver a ese sitio donde todos nos sentamos, trabajamos, y retenemos nuestras ganas de matar. ¿Crees que puedes con ello?
II
En la película de Woody Allen de 1986, Hannah y sus hermanas, Frederick, el personaje de Michael Caine, suelta una gran frase en una escena donde su señora acaba de entrar por la puerta de su casa:
-Te acabas de perder un programa de televisión muy aburrido sobre Auschwitz. Más escenas grotescas, y más intelectuales confundidos declarando su mistificación sobre el asesinato sistemático de millones. La razón por la cual nunca pueden contestar la pregunta “¿Cómo pudo haber sucedido?” es que es la pregunta equivocada. Dado lo que es la gente, la pregunta debiera ser “¿Cómo es que no sucede más a menudo?”
Lo cierto es que todos los días basta leer el diario, escuchar la radio, ver los noticieros o mirar por encima de los periódicos digitales para asombrarse de las diversas maneras en que nos seguimos matando entre nosotros o destruyendo aquello que nos rodea.
Sucede a menudo, sucede todos los días, sean millones de vidas entre Hutus y Tutsis, sean 13 en una universidad de Azerbaiyán, cinco que inocentemente miraban el desfile de la familia real holandesa, o un solitario ladrón que decidió dispararle a su víctima después de robarle su mochila estudiantil.
¿Por qué esa necesidad del ser humano de matar a otros, de destruir todo lo que es, todo lo que construye, todo lo bello, todo aquello que lo define, todo aquello que es diferente a él, todo lo que desea poseer, para probar un punto o hacer llegar un mensaje?
¿Simple naturaleza o desequilibrio mental?
Ay, esa delgada línea roja, ese impulso de querer mandar a personas al más allá. Y qué ocurre cuando no es el ser humano, sino el reino animal o la misma naturaleza la que nos aniquila…
Si Orwell pudiera ver ahora cómo los chanchitos, como su Napoleón y Bola de Nieve, han creado la verdadera Rebelión en la Granja mundial. Han dejado atrás, ignorado, maniatado en un sótano a los que inspiraban simpatía entre los humanos, como Porky, o esos tres cerditos que se refugiaron del lobo feroz en la casa de ladrillos; y crearon la Influenzavirus AH1N1 y la Listeriosis en respuesta y represalia a la masacre de cientos de miles de los suyos durante siglos, y después de conspirar de forma maquiavélica entre las sombras de los criaderos y mataderos. La venganza es un plato que se sirve mejor frío.
III
Me hago eco de las palabras del personaje de Shakespeare llamado Gloucester, de la obra Ricardo III, para gritar: “¡Ahora es el invierno de nuestro descontento!”
miércoles, 25 de marzo de 2009
Una cosa de cadáveres
Una amiga comentó en su blog lo curioso que le pareció durante un velorio al que tuvo que asistir, el que el fallecido pareciera más grande de lo que lo recordara. Aquello le sorprendió porque siempre había tenido la idea -supongo yo- de que uno al morir, de cierta manera encogía o se hacía más pequeño.
Me imagino que su asombro se debió a la idea (¿errónea?) que se tiene de que lo grande de cada individuo no es su cuerpo, sino lo que realmente nos define como personas, nuestra alma; y que una vez que aquello nos deja, el cuerpo retoma de alguna manera una forma más pequeña, más insignificante e inútil.
Yo le dije que la apariencia del tamaño mayor de un cadáver probablemente se deba a que un cuerpo una vez muerto pierde toda la rigidez y contracción de su musculatura por lo que yace más “relajado”, más ensanchado, inclusive más gordo o grande.
Pero también si lo pensamos de una manera lógica (con una pizca de filosofía para darle aliño) y lo vemos por el lado óptico, una caja aparenta ser más grande de lo que es hasta que le introduces un objeto, un regalo o un par de zapatos en su interior. ¿No ocurre lo mismo con el cuerpo? Cuando el cuerpo ya no cuenta con su alma o con lo que sea que es que lo hace único e incomparable, ¿acaso el “envoltorio” no parece ser más grande de lo que fue cuando tenía en su interior su alma?
Aquella es la explicación científica, física, racional, lógica o como lo quieran poner, pero abstractamente hablando, la percepción de que un cuerpo debiera encoger una vez muerto tiene sentido. Se podría tachar de idea romántica y poco sustentable, pero no por ello invalida o menos bonita como idea. Hay personas que podrían tachar la idea de la existencia de dioses también como romántica, absurda, inconcreta e inconsistente; sin embargo escogemos hacer oídos sordos a las teorías y pruebas que contradicen la existencia de un dios y decidimos creer en un Ser que jamás hemos visto sólo porque a fin de cuentas nos sirve, aunque sea un acto, idea o intención egoísta e interesada. Nos sirve y punto. ¿No es eso la fe?
Me fui por las ramas, lo sé, pero volviendo a lo que estaba diciendo de que un cuerpo inerte y cadáver debiera ser más pequeño y parecer más insignificante una vez que ha perdido su alma, o que por lo menos tengamos esa idea en la cabeza, me parece lo más normal del mundo, aunque las leyes de la física que habla de la materia y las masas en reposo o en movimiento nos demuestren lo contrario.
Ahora, si le seguimos buscando la quinta pata al gato, y decidimos aceptar sin más que un cuerpo se encoge al morir porque así lo queremos creer y ya, también otros podrían argumentar que ellos han decidido pensar en la obviedad de que un cuerpo parezca más grande al morir porque es una imagen enaltecida de lo que finalmente fue aquella persona en vida, con toda su grandeza, su bondad, su amabilidad, humildad, su don de amar a otros y bla, bla, bla… Porque admitámoslo: por más que una persona haya sido mala y horrenda en vida, una vez muerta, la gente no dirá otra cosa que no sean palabras que rescaten, resalten y destaquen el lado bueno de aquella persona fallecida, olvidando por completo su lado negativo. Esas personas verán en todo cadáver un ser más agrandado, y no se sorprenderán, como mi amiga, de encontrarlos así en el ataúd.
Me imagino que su asombro se debió a la idea (¿errónea?) que se tiene de que lo grande de cada individuo no es su cuerpo, sino lo que realmente nos define como personas, nuestra alma; y que una vez que aquello nos deja, el cuerpo retoma de alguna manera una forma más pequeña, más insignificante e inútil.
Yo le dije que la apariencia del tamaño mayor de un cadáver probablemente se deba a que un cuerpo una vez muerto pierde toda la rigidez y contracción de su musculatura por lo que yace más “relajado”, más ensanchado, inclusive más gordo o grande.
Pero también si lo pensamos de una manera lógica (con una pizca de filosofía para darle aliño) y lo vemos por el lado óptico, una caja aparenta ser más grande de lo que es hasta que le introduces un objeto, un regalo o un par de zapatos en su interior. ¿No ocurre lo mismo con el cuerpo? Cuando el cuerpo ya no cuenta con su alma o con lo que sea que es que lo hace único e incomparable, ¿acaso el “envoltorio” no parece ser más grande de lo que fue cuando tenía en su interior su alma?
Aquella es la explicación científica, física, racional, lógica o como lo quieran poner, pero abstractamente hablando, la percepción de que un cuerpo debiera encoger una vez muerto tiene sentido. Se podría tachar de idea romántica y poco sustentable, pero no por ello invalida o menos bonita como idea. Hay personas que podrían tachar la idea de la existencia de dioses también como romántica, absurda, inconcreta e inconsistente; sin embargo escogemos hacer oídos sordos a las teorías y pruebas que contradicen la existencia de un dios y decidimos creer en un Ser que jamás hemos visto sólo porque a fin de cuentas nos sirve, aunque sea un acto, idea o intención egoísta e interesada. Nos sirve y punto. ¿No es eso la fe?
Me fui por las ramas, lo sé, pero volviendo a lo que estaba diciendo de que un cuerpo inerte y cadáver debiera ser más pequeño y parecer más insignificante una vez que ha perdido su alma, o que por lo menos tengamos esa idea en la cabeza, me parece lo más normal del mundo, aunque las leyes de la física que habla de la materia y las masas en reposo o en movimiento nos demuestren lo contrario.
Ahora, si le seguimos buscando la quinta pata al gato, y decidimos aceptar sin más que un cuerpo se encoge al morir porque así lo queremos creer y ya, también otros podrían argumentar que ellos han decidido pensar en la obviedad de que un cuerpo parezca más grande al morir porque es una imagen enaltecida de lo que finalmente fue aquella persona en vida, con toda su grandeza, su bondad, su amabilidad, humildad, su don de amar a otros y bla, bla, bla… Porque admitámoslo: por más que una persona haya sido mala y horrenda en vida, una vez muerta, la gente no dirá otra cosa que no sean palabras que rescaten, resalten y destaquen el lado bueno de aquella persona fallecida, olvidando por completo su lado negativo. Esas personas verán en todo cadáver un ser más agrandado, y no se sorprenderán, como mi amiga, de encontrarlos así en el ataúd.
jueves, 12 de marzo de 2009
El Club de la Jaqueca
Dicen por ahí que el mundo se está quedando sin genios, Einstein murió, Beethoven se quedó sordo, y a mi me duele la cabeza.
Mis dolores de cabeza son crónicos y heredados. Por lo menos dos veces por semana me duele la cabeza. Yo creo que la gran razón por la que no suelo enfermarme o resfriarme o no sea alérgico o no acostumbre caer en cama con gripe o fiebre, se debe a que estoy constantemente medicándome con pastillas contra la jaqueca que me imagino también le dará la pelea a todo bicho, microbio, y cuanta cosa ataca al común de los mortales acá y en la quebrada del ají.
Lo único que sí me da con demasiada frecuencia y de la que a pesar de las pastillas jamás me he podido librar, son justamente los dolores de cabeza o jaquecas. No hay fórmula o molécula de ningún medicamento que me haya librado nunca de mi fiel compañero vitalicio.
Pero ya he aprendido a vivir con él. Apenas comienza a manifestarse un leve dolor, yo ya estoy lanzándome contra la caja de pastillas como un niño se lanza al suelo cuando la piñata finalmente ha roto.
Transplante de cabezas hechas a la medida y libres de dolores debieran existir se me preguntan a mi. Pero no existen y dudo que existan en algún futuro cercano, por lo que llegará un momento en que los que sufrimos de estos males comencemos a tomar piedras y recoger palos y vayamos a dar golpes por ahí contra todo. También cabe la posibilidad de que en vez de descargarnos contra otros, comencemos a practicar la automutilación o inflingirnos dolor por otros medios y por todas partes del cuerpo para así olvidarnos aunque sólo sea por un instante corto de otros dolores que no sea el típico y tradicional de la cabeza.
Cientos de personas destrozando cosas y descargándose contra todo lo que encuentre, poniendo las manos sobre la llama de las cocinas, atravesando ventanas o ventanales, martillándose los dedos, tatuándose cada centímetro del cuerpo, acostándose sobre alfileres y espinas, sujetando con las manos fuentes metálicas recién sacadas del horno, cortándose el brazo con una hoja de afeitar, poniendo la pierna frente al perro enfurecido del vecino, tirándose frente a los autos en movimiento, subiéndose a árboles de más de diez metros para bajar de un salto, bajando en patines y sin protección por el cerro Manquehue.
¿Vieron la película (o leyeron el libro) El Club de la Pelea? ¿Cuando comenzaron a aparecer personas todas moretoneadas, cortadas y magulladas por las esporádicas peleas que se formaban en cualquier lugar y momento? Esto sería algo parecido. Hombres y mujeres que ves en la luz roja, que ves llevando a sus hijos al jardín infantil, los que te sirven el almuerzo en los restoranes, los que reciben tu tarjeta de embarque antes de subir al avión, los recepcionistas de hoteles, los que te cortan el pelo, los que te entregan el sueldo en el banco, el notero del programa matinal, el conductor del bus, la enfermera que sostiene al recién nacido para que le corten el cordón umbilical, el guardaespaldas personal de la presidenta, el mismísimo Secretario General de la ONU, ¿el Dalai Lama? Todos golpeados y cortados para evadir la triste, torturada y jaquecosa realidad.
¿Y si los jaquecosos decidiéramos no destrozar, ni autoflagelarnos, sino ocupar nuestros adoloridos y retumbados cerebros en maquinar cosas que en nuestro sano juicio jamás se nos ocurriría cometer?
Pongamos como ejemplo el caso de David Oyarzún Bravo, de 30 años. Nunca sabremos si por jaqueca, locura o simple ignorancia este hombre irrumpió la semana pasada en la vivienda del poeta Premio Nacional de Literatura, Nicanor Parra, con la intención de robarla.
Pienso que las jaquecas cegaron y alteraron los cables de este hombre que llevado por un repentino impulso por hacer algo que lo hiciera olvidar el dolor, se encontró frente a una preciosa casa de maderas negras y piedra y decidió entrar en ella a la fuerza.
Maldito seas tú, despreciable ser humano que de haber podido robar la casa habrías pasado por alto muchos tesoros que aquella casa albergaba: libros, hojas sueltas, galardones, fotos, objetos y artefactos sin valor aparente, recortes de diarios, un par de sombreros de pesca, algún que otro bastón, y platos de cartón llenos de dibujos y garabateos.
¿Habrías podido ver, David, el verdadero valor de alguna primera edición de una obra literaria universal? ¿Te habrías llevado algo de las pertenencias de aquel anciano de casi cien años, que probablemente sean piezas de gran valor artístico, histórico y cultural para Chile?
Tu peor pecado ha sido la ignorancia, la incultura, la falta de recursos para saber que la casa en la que querías entrar a robar era la del antipoeta Don Nica, considerados por muchos como uno de los poetas vivos más trascendentales e importantes de todos los tiempos.
Pero David, te contaré un pequeño secreto, de haber sido yo cegado por el dolor de la jaqueca, y si lograra evitar ser sorprendido (no fue tu caso, gracias a dios), no dejaría de merodear por cada rincón de la casa. Probablemente no me llevaría nada, pero lo consideraría más como irrumpiendo en una casa-museo para sólo disfrutar, admirar y no tener a alguien detrás diciéndome “eso no se toca”, “por favor no entre ahí, eso no está abierto al público” o “por favor, apure el paso, estamos por cerrar”, como ocurre cuando visitas las casas de Neruda, por ejemplo.
Y hablando de museos, también iría a Madrid, visitaría el Museo del Prado y me las ingeniaría para salir con el cuadro “Dos Viejos Comiendo Sopa” o “La Romería de San Isidro” de la serie de Pinturas Negras de Goya (1819-1823).
Siempre me he sentido identificado de alguna manera con aquellos catorce cuadros expresionistas o “surrealistas” que Francisco de Goya pintó después de quedar sordo. Es básicamente como percibo el mundo y todo lo que me rodea cuando estoy bajo los efectos del dolor de cabeza. Seres deformados, casi derretidos, apaleados, desdentados, poseídos por algo que les ha quitado todo color brillante o alegre de encima y su alrededor. Es como ser transportado por obra de dolores alucinógenos a la Edad Media, topándome con personajes sufriendo de lepra, de la plaga, de tuberculosis, de hambruna absoluta. Donde la suciedad y lo putrefacto es el pan de cada día.
Pero me estoy extendiendo demasiado, quizás me esforcé más de la cuenta por concentrarme en cosas que me hicieran olvidar este dolor. Mejor me voy. Tengo cosas que romper y gente que golpear.
Mis dolores de cabeza son crónicos y heredados. Por lo menos dos veces por semana me duele la cabeza. Yo creo que la gran razón por la que no suelo enfermarme o resfriarme o no sea alérgico o no acostumbre caer en cama con gripe o fiebre, se debe a que estoy constantemente medicándome con pastillas contra la jaqueca que me imagino también le dará la pelea a todo bicho, microbio, y cuanta cosa ataca al común de los mortales acá y en la quebrada del ají.
Lo único que sí me da con demasiada frecuencia y de la que a pesar de las pastillas jamás me he podido librar, son justamente los dolores de cabeza o jaquecas. No hay fórmula o molécula de ningún medicamento que me haya librado nunca de mi fiel compañero vitalicio.
Pero ya he aprendido a vivir con él. Apenas comienza a manifestarse un leve dolor, yo ya estoy lanzándome contra la caja de pastillas como un niño se lanza al suelo cuando la piñata finalmente ha roto.
Transplante de cabezas hechas a la medida y libres de dolores debieran existir se me preguntan a mi. Pero no existen y dudo que existan en algún futuro cercano, por lo que llegará un momento en que los que sufrimos de estos males comencemos a tomar piedras y recoger palos y vayamos a dar golpes por ahí contra todo. También cabe la posibilidad de que en vez de descargarnos contra otros, comencemos a practicar la automutilación o inflingirnos dolor por otros medios y por todas partes del cuerpo para así olvidarnos aunque sólo sea por un instante corto de otros dolores que no sea el típico y tradicional de la cabeza.
Cientos de personas destrozando cosas y descargándose contra todo lo que encuentre, poniendo las manos sobre la llama de las cocinas, atravesando ventanas o ventanales, martillándose los dedos, tatuándose cada centímetro del cuerpo, acostándose sobre alfileres y espinas, sujetando con las manos fuentes metálicas recién sacadas del horno, cortándose el brazo con una hoja de afeitar, poniendo la pierna frente al perro enfurecido del vecino, tirándose frente a los autos en movimiento, subiéndose a árboles de más de diez metros para bajar de un salto, bajando en patines y sin protección por el cerro Manquehue.
¿Vieron la película (o leyeron el libro) El Club de la Pelea? ¿Cuando comenzaron a aparecer personas todas moretoneadas, cortadas y magulladas por las esporádicas peleas que se formaban en cualquier lugar y momento? Esto sería algo parecido. Hombres y mujeres que ves en la luz roja, que ves llevando a sus hijos al jardín infantil, los que te sirven el almuerzo en los restoranes, los que reciben tu tarjeta de embarque antes de subir al avión, los recepcionistas de hoteles, los que te cortan el pelo, los que te entregan el sueldo en el banco, el notero del programa matinal, el conductor del bus, la enfermera que sostiene al recién nacido para que le corten el cordón umbilical, el guardaespaldas personal de la presidenta, el mismísimo Secretario General de la ONU, ¿el Dalai Lama? Todos golpeados y cortados para evadir la triste, torturada y jaquecosa realidad.
¿Y si los jaquecosos decidiéramos no destrozar, ni autoflagelarnos, sino ocupar nuestros adoloridos y retumbados cerebros en maquinar cosas que en nuestro sano juicio jamás se nos ocurriría cometer?
Pongamos como ejemplo el caso de David Oyarzún Bravo, de 30 años. Nunca sabremos si por jaqueca, locura o simple ignorancia este hombre irrumpió la semana pasada en la vivienda del poeta Premio Nacional de Literatura, Nicanor Parra, con la intención de robarla.
Pienso que las jaquecas cegaron y alteraron los cables de este hombre que llevado por un repentino impulso por hacer algo que lo hiciera olvidar el dolor, se encontró frente a una preciosa casa de maderas negras y piedra y decidió entrar en ella a la fuerza.
Maldito seas tú, despreciable ser humano que de haber podido robar la casa habrías pasado por alto muchos tesoros que aquella casa albergaba: libros, hojas sueltas, galardones, fotos, objetos y artefactos sin valor aparente, recortes de diarios, un par de sombreros de pesca, algún que otro bastón, y platos de cartón llenos de dibujos y garabateos.
¿Habrías podido ver, David, el verdadero valor de alguna primera edición de una obra literaria universal? ¿Te habrías llevado algo de las pertenencias de aquel anciano de casi cien años, que probablemente sean piezas de gran valor artístico, histórico y cultural para Chile?
Tu peor pecado ha sido la ignorancia, la incultura, la falta de recursos para saber que la casa en la que querías entrar a robar era la del antipoeta Don Nica, considerados por muchos como uno de los poetas vivos más trascendentales e importantes de todos los tiempos.
Pero David, te contaré un pequeño secreto, de haber sido yo cegado por el dolor de la jaqueca, y si lograra evitar ser sorprendido (no fue tu caso, gracias a dios), no dejaría de merodear por cada rincón de la casa. Probablemente no me llevaría nada, pero lo consideraría más como irrumpiendo en una casa-museo para sólo disfrutar, admirar y no tener a alguien detrás diciéndome “eso no se toca”, “por favor no entre ahí, eso no está abierto al público” o “por favor, apure el paso, estamos por cerrar”, como ocurre cuando visitas las casas de Neruda, por ejemplo.
Y hablando de museos, también iría a Madrid, visitaría el Museo del Prado y me las ingeniaría para salir con el cuadro “Dos Viejos Comiendo Sopa” o “La Romería de San Isidro” de la serie de Pinturas Negras de Goya (1819-1823).
Siempre me he sentido identificado de alguna manera con aquellos catorce cuadros expresionistas o “surrealistas” que Francisco de Goya pintó después de quedar sordo. Es básicamente como percibo el mundo y todo lo que me rodea cuando estoy bajo los efectos del dolor de cabeza. Seres deformados, casi derretidos, apaleados, desdentados, poseídos por algo que les ha quitado todo color brillante o alegre de encima y su alrededor. Es como ser transportado por obra de dolores alucinógenos a la Edad Media, topándome con personajes sufriendo de lepra, de la plaga, de tuberculosis, de hambruna absoluta. Donde la suciedad y lo putrefacto es el pan de cada día.
Pero me estoy extendiendo demasiado, quizás me esforcé más de la cuenta por concentrarme en cosas que me hicieran olvidar este dolor. Mejor me voy. Tengo cosas que romper y gente que golpear.
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