martes, 10 de febrero de 2009

Creerse la muerte

Rubén Lardín, un bloguero barcelonés que por estos días está promocionando por España su libro Imbécil y Desnudo, reconoce que hace poco, como terapia, cerró su blog a los comentarios ajenos. "Si tienes comentarios abiertos sabes quién está ahí, y si sabes quién te lee, te coarta la escritura.”- declaró Lardín al periódico El País- “Por eso digo que hay que escribir como si estuvieras muerto, como si nada de lo que haces te importara.”

¿Y si yo hiciera justamente eso? Ser un fantasma bloguero… Un espíritu en pena que frecuenta su blog para utilizarlo como plataforma de expresión, para poner por escrito todo aquello que lo perturba, que lo atormenta, aquello que percibe a su alrededor, que comenta sobre ese mundo que ha dejado atrás y lo critica o lo celebra según esté de humor, según vea conveniente. Ser un ente al que ya no se le ve, pero al que se puede leer de vez en cuando, compartiendo con las personas que ha dejado, sus impresiones, abrirle los ojos a las cosas por las que verdaderamente debieran preocuparse, o las costumbres, buenas o malas que debieran mantener, incentivar buenas acciones y las palabras que emocionen, o aconsejarles que para llamar la atención o hacer llegar un mensaje “por favor romper palos sobre cabezas”.

El muerto y su blog, el muerto y su crítica constructiva del y hacia el mundo. Libre albedrío para decir lo que se me dé la gana, cuando se me dé la gana, porque se me da la gana.

Ahora, volviendo a lo que dijo Rubén Lardín, él dice “COMO si estuviéramos muerto”, que no es lo mismo que estar muerto de verdad. Es creerse muerto, crear un estado mental donde te creas muerto sin estarlo de verdad… Digamos que es sólo para efectos de escritura y de cómo te cohíbes a la hora de poner ciertas cosas por escrito porque temes que los que te pudieran leer se podrían sentir ofendidos o aludidos por tus palabras.

Pero digamos por un instante que sería entretenido pensarse muerto. Sí, señoras y señores, digámoslo de una vez: Trinquete ha muerto. Significa que aparte de estar esto escrito por un difunto, además no está disponible para sus observaciones, sus quejas, sus palabras de aliento, de felicitaciones, sus lamentos.

Digamos que por esas cosas el muerto, el difunto, el cadáver, el fallecido ha sido devorado por la tribu amazónica llamada Kulina en una ceremonia ritual. Mi nombre era Océlio Alves de Carvalho, tenía 19 años y morí a manos de caníbales que me descuartizaron, dejaron mi cabeza pendiente de un árbol e hicieron un rico festín con mis restos. No culpo a los 2.500 indígenas Kulina que moran en los márgenes de los ríos Juruá y Purus, en una región próxima a la frontera con Perú, después de todo está en su naturaleza o forma parte de su particular manera que tienen de adorar y hacerle ofrendas a sus dioses o de pedirles un deseo.

Lo que sí querría saber, aparte de con qué condimentos se me cocinó, es ¿qué fue lo que le pidieron a su tan adorado dios? ¿Más o menos lluvia, qué las grandes empresas dejen de talar la agonizante selva amazónica, que para la próxima querrían una porción de papas fritas con ketchup para acompañar el filete, que impida que los avances del hombre blanco y moderno sigan encontrando su camino hacia las entrañas más profundas e impolutas de la selva, o que la gente siga leyendo y reflexionando sobre Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier, o en su defecto, Walden de Henry David Thoreau?

Ahora que he muerto, y que supongo que han enterrado mi cabeza en el Cerro Panteón de Valparaíso, no se hagan los Max Brod, por favor. Lo mío no tiene nada que valga la pena salvar de la hoguera, sino todo lo contrario: impriman todo lo que aquí aparece, tomen los impresos todos juntos por la esquina inferior izquierda con la mano izquierda, y con la mano derecha enciendan un fósforo o encendedor, hagan que la llama bese el papel y procedan a quemar por la esquina superior derecha. Dejen que los papeles se consuman y sean devorados por las llamas a gusto.

Y no es que esté siendo humilde o pesimista sobre mis aptitudes o talentos, sino que, como Julio Cortázar cuando lo llamaron Intelectual Latinoamericano, me limito a un reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas.

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