martes, 27 de enero de 2009

El hedor

Tengo la fuerte sospecha de que a mi vecino se le ha muerto la señora y tiene su cuerpo ahí encerrada con él. Fuerte como el insoportable olor a descomposición que hace tres días se ha apoderado del estrecho y oscuro pasillo que separa su puerta de la mía.

Antes de entrar por primera vez a nuestro departamento hace ya cuatro meses ya sabíamos por inquilinos anteriores de lo extraño de la pareja. Jamás se dejan ver mucho, aunque sí se hacen escuchar demasiado, producto de la locura o su avanzada edad y desarrollado estado de sordera que hace que escuchen a todo volumen música de tendencia clásica.

Haya muerto por causas naturales o su marido la mataría mientras los dos disfrutaban de su habitual sesión musical, lo ignoro por completo. Se sabe que la locura ha llevado a personas a preservar el cuerpo de un ser querido para conservar la cotidianidad inalterada, o a matar a alguien a golpes con unas pantuflas para levantarse durante una inexplicable irrupción de violencia del que luego no se acuerdan.

Él es el que de tanto en tanto se asoma por la puerta o sale de vez en cuando a su jardín para regar sus plantas. No tengo recuerdos de siquiera haberle visto un pelo a su señora. Y ahora sólo hace acto de presencia su hedor putrefacto que se cuela por debajo de su puerta principal como una advertencia fantasmagórica que hace que mi señora se lleve la mano a su boca y nariz para prevenir así que caiga pálida de rodillas con un incontrolable ataque de arcadas cada vez que sale a trabajar o a pasear al perro.

“Eran unos viejitos tranquilos que se ocupaban de sus asuntos y no creaban grandes disgustos a sus vecinos o el departamento” – diremos mi señora o yo cuando nos tomen declaración los carabineros o nos pidan un testimonio los canales de noticias. “Tenían la costumbre de escuchar su música un poco alta, pero nada que entorpeciera nuestros tranquilos momentos de fin de semana. Aunque para qué estamos con cosas, no nos extraña en absoluto que le haya puesto una hoja de afeitar en la sopa. Eran de esas parejitas de ancianos algo excéntricas y demasiado privadas… De las que se puede esperar cualquier cosa”.

Un día tuve la oportunidad de intercambiar un par de palabras con él. Fue una conversación breve, de pasillo, literalmente, ambos nos dirigíamos hacia nuestros respectivos departamentos pero nos sentimos obligados de cierta manera a decir algo en el corto trayecto hacia la puerta. Hablamos de nuestro jardín, de lo complicado que era que el pasto saliera con abundancia y fuerza durante los meses de verano, y de otros proyectos urbanísticos que se desarrollarían dentro de poco en los alrededores de nuestro edificio.

El señor no inspiraba ternura, simpatía o confianza alguna. Tenía una mirada penetrante que sólo podía tener una persona que había sido aislada y sometida a escalofriantes sesiones de electroshock, y una voz grave y pausada que delataba extensas conversaciones con goteras, grietas y esquinas de centros especializados en trastornos varios.

Sus movimientos involuntarios y nerviosos intentaban esconder el trauma que dejan aquellas eternas noches de insomnio, amarrado a la cama con bozal y camisa de fuerza.

Como todo buen lunático cinematográfico, el hombre escogía meticulosamente cada palabra que pronunciaba para que su lengua no traicionara sus verdaderas intenciones de arrancarme los ojos. Se frotaba las manos entre sí, conteniendo su fuerte deseo de agarrarme por el cuello y arrastrarme hacia su casa para luego maniatarme, abrirme la cabeza con un bisturí y explorar la materia viscosa que envuelve mi cerebro que aún estará enviando mensajes de terror e insoportable dolor a cada centímetro de mi cuerpo.

¿Y ahora su pobre señora? La fetidez que sale de aquel departamento y que ha impregnado el pasillo del edificio sólo puede ser el de un cuerpo en avanzado estado de descomposición.

¿Qué encontrarán los bomberos y policía el día que irrumpan en aquel hogar?
¿Qué escena dantesca y espeluznante esconde aquella peste y espera a los agentes de Investigaciones y Criminalísticas ahí dentro?
¿El cuerpo de una anciana placidamente sentada frente al equipo de música sin signos de violencia pero cubierto por moscas y gusanos? ¿O un reguero de extremidades corporales esparcidos por todo el radio del departamento?

Sí, yo viví junto al Carnicero del 12. Cuando todos pensaban que era un nuevo caso de Síndrome de Diógenes, yo estaba seguro de que aquel insoportable hedor no podía ser otro que el de la muerte que había pasado fugazmente por mi edificio personificado en el propio marido de mi pobre y anciana vecina que se fue violentamente, mientras la sinfonía número 40 en sol menor de Wolfgang Amadeus Mozart a todo volumen tapaba sus agonizantes llantos de dolor.

1 comentario:

Unknown dijo...

jajaja!! que buena Alfie!
Estoy sentada en el comedor de tu depto. y mirando hacia tu jardin; veo como cuelga una alfombra desde el segundo piso, a punto de caer a la terraza y oigo tb. a tu vecino "weird" llamando a Luchito(conserje) que se llama Alfredo...??
Temo que el tema del "hedor" tendras que dejarlo para tu proxima novela o cuento. La realidad es otra y bastante mas corriente y cotidiana, propia de esta vida en comunidad en edificios chicos, lo que ya no existe en las torres inmensas con miles de deptos. y millones de familias "compartiendo" (si se puede decir asi)...un lugar para vivir.