martes, 5 de agosto de 2008

Una imaginación descarrilada

A raíz del choque que hubo ayer, 4 de agosto, entre dos ferrocarriles del Metro acá en Santiago y que dejó siete heridos, me acordé de una experiencia que viví una vez viajando en el Metro de Madrid.

Me había subido al vagón del Metro y me senté en el suelo, apoyado sobre la puerta de acceso a la “cabina”... sala de mandos... como se le quiera llamar. Desde ahí y a medida que íbamos avanzando de estación en estación, comencé a escuchar voces que venían desde adentro de la cabina. No me hubiera llamado la atención si no hubiera sido por el hecho de que la voz era femenina y parecía discutir. Era una señora que estaba gritándole algo a su marido, al conductor del Metro, acompañado por el hijo o hija de éstos de corta edad. Esto último lo deduje cuando escuchaba como de vez en cuando la madre le advertía al hijo que no tocara o golpeara por ahí. Se escuchaban los golpes contra la maquinaria.

Cuando llegamos a la estación de Príncipe Pío, efectivamente una mujer se bajó de la cabina hacia el anden con un coche y tomada de la mano de un niño de no más de tres años. Antes de verse engullida por la multitud de pasajeros que se había bajado, la señora se limitó a hacer un leve gesto de adiós con desgana. La señora del conductor se marchaba claramente enojada.

Al reanudar nuestro trayecto, fui escuchando golpes y manotazos que provenían desde dentro de la sala de mandos. Comencé a preocuparme por la posibilidad de que el conductor se estuviera desquitando contra la máquina de transporte, o que su hijo le hubiera tocado o estropeado algún botón mientras estuvo ahí dentro.

Fue avanzando el Metro a gran velocidad, y a esas alturas ya iba pensando que el conductor había perdido el control sobre los mandos y que íbamos a toda mecha hacia una muerte segura. Me iba sintiendo como Sandra Bullock en la última escena de la película Speed, cuando está amarrada a un pilar de un Metro que va a descarrilar (una escena que, por cierto, me pareció ya demasiado exagerada). Pero esa vez no había nadie que nos salvara.

Empecé a imaginarme lo dantesco que iba a ser el desastre. Cuerpos entre el amasijo de hierros, cadáveres quemados, calcinados, colgados de las ventanas rotas del vagón. El humo, las llamas, la confusión y los llantos desesperados de aquellos que sobrevivieron el siniestro. Una de las mayores catástrofes del Metro en la historia del mundo. Miraba a mí alrededor y todos eran ajenos a lo que estaba por ocurrirles. Sí, estábamos parando en Puerta del Ángel y otras estaciones, pero el conductor también seguía con lo que parecían ser golpes desesperados, claro signo de que algo no andaba bien. Los otros pasajeros no se daban cuenta de que en cualquier momento íbamos a colisionar o descarrilar. Ganas de advertirles no me faltaron.

Me acuerdo que en uno de los asientos del vagón iba una pareja rumana con una guagua de pocos meses en un coche. No fue para crearle aún más dramatismo a la escena que estaba por ocurrirnos, pero me imaginé a aquella criatura como el gran símbolo de supervivencia que este tipo de calamidades suele vender: la guagua saldría del accidente sana y salva entre los hierros retorcidos, mientras que ambos padres fallecían en el posterior incendio.

Claro, como escritor y periodista, no podía evitar darle más aliño al supuesto titular de portada del periódico del día después, y le agregué que la guagua si había sobrevivido al accidente, había sido por el instinto paternal que había llevado a su padre a reaccionar rápidamente y cubrir a su hijo con su cuerpo. Quizás su madre moriría en el incendio, pero su padre fallecería minutos antes en el impacto inicial. Esa parte no la tenía tan clara.

También sentado en el suelo del vagón, iba un estudiante que se parecía bastante a mí. Teníamos el mismo corte de pelo, la misma barba en la perilla. Íbamos los dos vestidos de bluyines y polera blanca. Después del accidente este iba a ser el típico caso de identidad equivocada. En esos desastres donde hay cuerpos imposibles de reconocer, siempre hay confusión y equivocaciones a la hora de identificar a los fallecidos y notificárselo a sus familiares. Claro, yo iba a morir en el siniestro y me identificarían con el nombre del otro estudiante. Éste sobreviviría y sería ingresado en el hospital con mi nombre y con una herida craneoencefálica que le provocaría amnesia absoluta. En resumen, me imaginaba a los médicos y doctores llamando a este estudiante por mi nombre al decirle e insistirle que aguantara, que luchara por su vida, que era una persona joven que podía salir de esa.

Obviamente mis pobres padres se llevarían el doble de disgusto al enterarse que el supuesto hijo que estaba en el hospital en estado grave después de un terrible accidente de Metro, no era más que un extraño, un joven al que no habían visto en sus vidas, y que oops, entonces su hijo sí había fallecido. Por favor dirigirse al tanatorio o a la morgue más cercana.

Estaba cada vez más nervioso y aterrado. Iba a morir porque el conductor había violado una de las normas de conducción de Metro: había conducido acompañado por su señora. Algo así como “conducir bajo la influencia del matrimonio fracasado”, y ahí, por el cólera que llevaba el maquinista dentro de la cabina, íbamos a estrellarnos a una velocidad embravecida y considerable.

En el trayecto hacia Oporto, la estación en la que me bajaría, ya estaba sudando frío. Rogaba que la maquina aminorara la velocidad poco a poco e hiciera su aproximación y detención en la estación de forma rutinaria y con toda calma y normalidad. Pero tanto los golpes dentro de la sala de mandos persistían, como también la velocidad del vagón y la adrenalina en mi cuerpo. Descarrilábamos, seguro.

Unos segundos más tarde, segundos que parecieron toda una eternidad, abrí mis contraídos párpados para darme cuenta que algo había ido mal. Estábamos detenidos, rodeados por la más absoluta oscuridad. Fue otro segundo más tarde que me di cuenta que el conductor, debido a la alta velocidad, se había pasado por unos metros la estación de Oporto y tuvo que dar un poco de marcha atrás. Me levanté del suelo y me quedé ahí parado, esperando que abrieran la puerta de salida del vagón. Quería salir y respirar de alegría y de alivio por haber escapado del peligro, de las garras de una muerte dolorosa y segura.

Cuando pisé el anden de la estación, escuché aquella guagua rumana llorar y gritar como cualquier otro de esos niños malcriados e insoportables a los que querrías estrangular dentro del Metro. Ahora, realmente sano y salvo, ese niño que de haberse producido la catástrofe todo el mundo hubiera querido adoptar y mimar; no era más que un pendejo de mierda
común y corriente que seguramente le asustó demasiado la velocidad con la que había decidido ir el conductor del ferrocarril.
Exageración infantil.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Trinquete,
Desde hace más de una semana he estado tratando de dejerte un comentario sobre tus escritos, sin lograrlo hasta ahora, por problemas técnicos. Con alguna ayuda de una experta cercana en Blogs, creo que lo lograré en esta instancia.
Primero, en los anteriores 6 o 7 intentos fallidos, quería decirte que me he alegrado mucho que al fin te decidieras a salir del anonimato y publicar, aunque fuera en Internet.
Segundo, y más importante, intentaba instarte a que perseveraras en el esfuezo, pero he apreciado que ya "agarraste g'uelo" y estás escribiendo casi diariamente, lo que me parece fantástico ya que disfruto leyendo cada uno de tus artículos, que reflejan tu forma de ver el mundo con un gran sentido de observación, manifestando siempre un especial sentido del humor que te es característico. SOS GRANDE
Agregar, por último, que me siento muy orgulloso de tu talento y del esfuerzo que pones en la labor, apreciando progresos notables.
Un gran abrazo, el Papo.